sábado, mayo 27, 2017




Son las seis y media de la mañana. Me peso en la báscula del cuarto de baño y leo 52,500. Me bajo, la cojo en brazos y vuelvo a subirme. Ahora leo 56,700. Mi mochila pesa cuatro kilos doscientos gramos. He sido muy juiciosa. Me felicito.
El tren llega a Pamplona a las 10.35. Me cuelgo mi mochila, cojo mi palo y empiezo a andar. La estación está al norte de la ciudad, casi en el extrarradio. Me dirijo hacia la calle Mayor para coger allí el Camino de Santiago. Tengo que preguntar varias veces. Unos lo conocen y otros no. Sigo andando y sigo preguntando. Me gusta preguntar.
Por fin aparecen las vieiras en el suelo. Solo hace falta seguirlas. Voy como Pulgarcito tras sus migas de pan, solo que estas son metálicas y están a salvo de los pájaros. El primer pueblo que atravieso es Cizur Menor (en algún lugar habrá un Cizur Mayor. O no, nunca se sabe). Entro en un bar y pido un descafeinado con leche y una tortilla de jamón. Hay dos peregrinos en otra mesa. Son alemanes, de unos cuarenta y tantos años y bien parecidos. No parecen alemanes de lo guapos que son. Nos saludamos y nos sonreímos. Al salir del bar empieza a llover. Saco la capa y me la pongo encima de la mochila pero no es tarea fácil. Pasa un peregrino joven y le pido ayuda. En principio cree que quiero que me saque la botella de agua, le digo que no, que necesito que la capa cubra bien la mochila y a mí. Ya sabía yo al salir de Madrid que como Blanche Dubois iba a depender de la amabilidad de los extraños.
Voy un poco acelarada y enganchada en un soliloquio inútil acerca de sí mejor hacer el Camino sola o en compañía. Llevo apenas unas horas caminando y ya quiero sacar conclusiones. Subiendo al Alto del Perdón hablo con un venezolano que va con dos chicas brasileñas. Una de ellas sube con mucha dificultad. El chico es muy divertido y cada poco se detiene para jalear a sus acompañantes y darles ánimos. Poco antes de llegar a la cima nos separamos, la distancia con sus amigas se ha agrandado y debe quedarse a esperarlas. Le digo "Buen Camino" y sigo subiendo. El Alto del Perdón es una loma con una fila de molinos eólicos en su cumbre. La compañía que los gestiona ha puesto una esculturas metálicas planas de peregrinos y caballerías. Todo el mundo se para a hacerse la foto. Hay también una camioneta vendiendo bebidas y cosas de comer. Me alegro por primera vez de ir sola porque me ahorro la consabida foto de grupo. Me quito el colgante de la cruz de Santiago que me compré en el anterior Camino y se lo pongo a una de las esculturas femeninas. Y hago la foto. Se la ve contenta. Recupero mi colgante y continúo. Ahora toca una bajada muy pronunciada y tengo que extremar las precauciones.
En el próximo pueblo, Uterga, busco un albergue y doy por terminada la marcha por ese día. Habré recorrido unos veinte kilómetros. El albergue se llama El Camino del Perdón y mi cama está en la buhardilla. Es una habitación preciosa con dos camas individuales y una cama de matrimonio. Tiene las paredes pintadas de colores y una greca en la parte superior. El baño está dentro de la habitación y tiene un espejo de madera blanca muy bonito. Lo único que desentona son los apliques de la habitación y del baño, convencionales y anodinos. Bajo a cenar y los ingleses de la mesa de al lado me sugieren que me una a ellos. Les doy las gracias y me disculpo diciéndoles que mi inglés es nefasto y que prefiero cenar sola. Me doy cuenta de que estoy como una tortuguita en su concha.
El segundo día empieza distinto. Salgo del albergue un poco más tarde que el resto y no hay peregrinos a la vista. Me pongo en el móvil el Carmina Burana y me invade una sensación de bienestar nueva y sorprendente. Tengo ganas de cantar y me arranco con la canción de Serrat sobre el pueblo blanco. Me encanta la estrofa que dice:

"escapad gente tierna
que esta tierra está enferma
y no esperes mañana
lo que no te dio ayer
que no hay nada que hacer..."

Yo que siempre quise irme de mi pueblo tengo la sensación de que me habla a mí. Y cuando canto siempre me acuerdo de García Márquez que decía que los que nunca cantan no saben lo que se pierden. Sigo andando y cuando llego a Puente la Reina me doy cuenta de que haciendo el Camino sola los pájaros cantan más, los campos están más verdes, las retamas más amarillas y abro los brazos en cruz como dando las gracias a no se sabe quién. Casi saliendo del pueblo entro en un café de preciosa decoración, con una música barroca que solo puede estar ahí para mí y con un hombre en la barra que me recuerda por su buena pinta a los monjes que hace años vi en el monasterio de Leyre cantando gregoriano.
El tercer día conozco a Pablito en Azqueta. Está sentado en un banco con un cesto lleno de alcachofas y me detengo a decirle que ya ha hecho la mañana. Una hora después aún sigo hablando con él, ya en su casa y rodeados de trastos y antigüedades a partes iguales. Pablito tiene ochenta y tres años y su nombre no es un diminutivo, es su auténtico nombre, el que figura en su DNI y es una institución del Camino de Santiago. Tiene su sello propio para sellar las credenciales y un libro donde los peregrinos escriben. Lleva regalados más de treinta mil bordones a los caminantes que pasan por su pueblo. El se ocupa de cortarlos de los avellanos y luego los pone al sol para ir enderezándolos y ponerlos rectos. Me cuenta que se casó ya muy mayor, con casi cincuenta años, y tiene dos hijas que viven en Estella. Le pregunto que como lo pronuncian si Estella o Estela. Me dice que Estella, que estelas son las de los muertos. Ahora vive solo con su mujer que tiene catorce años menos que él y que en ese momento no está en la casa. Me asombra su sabiduría y su forma de hablar: utiliza las palabras justas. Me regala una preciosa calabaza y me enseña a sujetarla en la mochila. Es un nudo muy peculiar, como una especie de cadeneta y que para soltarla solo necesitas tirar de un extremo y se desenreda sola. Hago fotos de los muñecos que tienen por toda la casa, de un San Pancracio a tamaño humano y de una estela milenaria que tiene en el jardín. Hablamos de todo un poco: de las conservas, de los huertos, de los colmeneros desaprensivos que alimentan a las abejas con azúcar y agua, de Podemos, del euro, de los puntos verdes en los marcos que le explico que significan que el cuadro está reservado. Dice Pablito que la Unión Europea se ha equivocado queriendo unirnos haciendo un dinero común; en su opinión nos hubiera unido más una lengua única con la que todos pudiéramos comunicarnos sin trabas.
El cuarto día conozco a Ofelia. Enseña la iglesia del Santo Sepulcro en Torres del Río a los peregrinos y tiene sesenta años, aunque el exceso de peso y las penurias de la vida se han ensañado con ella y aparenta más edad. Es una mujer entrañable y extraña. Increíblemente juvenil y cálida, muy cálida. Me siento con ella y me habla de su vida y de la gente que ha conocido enseñando la iglesia. Me cuenta Ofelia que lo que le dan los peregrinos nunca se lo han dado las gentes del pueblo: esas charlas reposadas y esos abrazos. Yo la hablo de Pablito y le pregunto que si le conoce. Se ríe y me dice que claro que lo conoce, y me confiesa que cuando tenía dieciocho años Pablito la pretendió, pero que a ella los hombres de cuarenta entonces le parecían viejos y le dio calabazas. Me dice que unos años después Pablito se casó con una maestra. Cuando tocan a la misa del pueblo me despido y quedo en volver en cuanto salga del oficio. Me pregunta si soy muy de misas, le digo que para nada pero que tengo ganas de cantar.
El quinto día en Viana, a diez kilómetros de mi destino, descubrí una preciosa iglesia gótica en ruinas: la iglesia de San Pedro destrozada por las Guerras Carlistas. Anexo a esta iglesia hay un parque dedicado a Serrat con un monolito con las palabras Caminante no hay camino, Mediterráneo y Penélope, pero ninguna referencia al pueblo blanco. Ya casi llegando a Logroño conozco a María. Tiene ochenta y tres años y es hija de Felisa, otra institución en el Camino, que falleció en 2002. María vive en una casa al pie del Camino y se pasa el día sentada en una mesa dando charla a los peregrinos y sellando la credencial. Su madre, me cuenta, les ofrecía higos a los que pasaban por allí y ella sigue haciéndolo. Cuando María ve la calabaza colgando de la mochila me pregunta si he estado con Pablito. Y me habla de él. Son quintos me dice, se llevan solo unos meses. Le tiene mucho cariño y de vez en cuando uno o la otra se hacen los cuarenta kilómetros que les separan y disfrutan hablando del Camino. Su pasión compartida. María me cuenta que la maestra con la que se casó Pablito se llama Micaela y que es muy seca. Dice que no entiende que es lo que su marido y ella encuentran en el Camino.
Una hora más tarde llego a Logroño. Me tomo dos pinchos de setas con jamón serrano, una clara y un exquisito helado de mazapán y pienso que quizás la próxima vez que vuelva a hacer ese tramo conozca a la maestra. Aunque la verdad es que la maestra no me interesa. Me fascinan Pablito, Ofelia y María porque intuyo que aunque nunca salieron de sus tierras enfermas sobrevivieron gracias a la vida que encontraron en esos caminantes, que un día tras otro se detenían junto a ellos y compartían algo de sus vidas.




lunes, mayo 22, 2017




Margarita es muy guapa. Se lo digo en el momento de las presentaciones y ella se ríe. Insisto y alabo su pelo, precioso. Y en eso sí está de acuerdo. Gari, su hija, nos ha invitado a comer a María José y a mí después de la caminata que hemos hecho juntas por la sierra de San Rafael. Ellas se conocen desde siempre, ambas veraneaban en este pueblo cuando eran adolescentes y siguen ligadas a este paisaje. Yo había coincidido con Gari en otras caminatas, pero solo había cruzado con ella algunas palabras. Como su madre, es guapa y tiene una mirada inteligente y serena que anima a descubrirla, pero mis subidas a San Rafael son de tanto en tanto y no se había dado la ocasión.
Vive con su madre en San Rafael en una casa enorme, aunque el piso de arriba apenas lo frecuentan. No es una casa de campo al uso porque cuando vendieron el piso de Madrid se trajeron parte de esos muebles y más que en la sierra tienes la sensación a veces de estar en una casa acomodada del barrio de Salamanca. Gari debe tener alrededor de sesenta años; Margarita, ochenta y siete.
Nos sentamos a comer y desde el primer momento me siento seducida por Margarita, por sus maneras suaves, por su aire juvenil y por su coquetería, pero sobre todo por su forma de narrar. Habla con una rara inteligencia que te atrapa, y podría pasarme horas escuchándola. Ella también sabe escuchar, está muy atenta a cualquier comentario y se disculpa por aburrirnos con su charla, aunque en el fondo creo que sabe que no nos aburre.
Nos habla de los dos únicos hombres que ha habido en su vida: su marido, que murió hace unos años, y un indio al que trató una breve temporada hace más de sesenta años, pero al que aún no ha olvidado. Ya estaba comprometida con Miguel, que por entonces trabajaba en Barcelona. Dice Margarita que el indio se parecía a Gregory Peck y que antes de regresar a Singapur (era virrey o algo parecido) le pidió que se casara con él. Durante un tiempo siguió mandándole flores desde el otro lado del mundo. Le pregunto si Miguel lo supo y me dice que no. Se lo contó muchos años después, pero que entonces no le habló de él. Me enamora definitivamente cuando nos habla de su niñez, de sus intentos por hacerse visible en una casa de familia numerosa, de su necesidad de llamar la atención de unos y otros. Cada día se imaginaba ser algo distinto, se lo hacía saber a toda la familia y les pedía que la trataran en consecuencia. Unos días era una puerta corredera e imitaba el sonido de una puerta que se desliza por un riel; otros era cristal de Bohemia y cuando alguien se rozaba con ella en un pasillo emitía un ligero ring tembloroso como si fuera una copa golpeada por una cucharilla. Llevaba un diario que luego rompió más tarde para evitar que alguien lo leyera. Años después reincidió en el hábito, pero tampoco lo conserva. Acabó arrojándolo a la chimenea. Lo lamenta ahora. Y lo lamento yo también.
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martes, abril 25, 2017




Mi madre nunca fue como otras madres. No estaba todo el día diciéndonos que éramos muy guapas y que encontraríamos un buen marido, sino animándonos a estudiar, a buscarnos la vida por nosotras mismas. Le molestaba cuando alguna vecina, refiriéndose a mí, decía que era muy lista, que me casaría con un maestro. Mi madre la interrumpía y le decía que no, que la maestra sería yo. Y hemos debido de hacerle mucho caso porque ni mis hermanas ni yo nos hemos vestido de novia. Ninguna de las tres lo hemos necesitado. Cuando nos hemos casado lo hemos hecho de cualquier manera, como quien va a renovarse el carné de identidad. Y tampoco tenemos fotos del evento. Eso sí, nuestros titulos de licenciadas y doctoradas, han ido cayendo, a veces fuera de tiempo, cuando ya habíamos superado los treinta años, o los cincuenta en el caso de mi hermana mayor.
Mi madre nunca hizo cenas de Navidad como otras madres, le daba mucha pereza meterse en la cocina y cuando lo hacía, de mala gana y a regañadientes, ya era demasiado tarde para que el pavo se hiciera y había que improvisar algo sobre la marcha y dejar al animal para la comida del día siguiente. Y acabábamos cenando sardinas, que era la comida preferida de mi padre. Siempre fue muy feminista aunque nunca lo supo. Y también era muy inteligente aunque tampoco tuvo consciencia de ello. Y muy ingeniosa. Recuerdo que con nueve años me mandó a pagar la iguala del médico, porque ya se había acabado el plazo de pago y esperaba que siendo yo una cría el médico no me regañara. Pero se equivocó. El médico me encargó que le dijera a mi madre que cuando nos pusiéramos enfermos nos visitaría tres días después. Cuando volví a casa y transmití a mi madre el recado, mi madre me dijo que fuera a decirle a ese buen hombre que no se preocupara, que le avisaríamos tres días antes. Aún recuerdo la cara de sorpresa del facultativo y su silencio.
Era una madre con la que se podía hablar de todo y en cualquier momento. Todo lo demás podía esperar. A mi madre nunca le importaba que los portales estuvieran sin barrer o la mesa sin quitar, eso era secundario para ella. Lo más importante era que pudiéramos hablar y que todo nuestro tiempo lo dedicáramos al estudio.
Siempre fue muy cortoplacista. Se preocupaba por el curso que empezaba, porque pudiéramos estudiar ese año y al siguiente ya se vería. Y se gastaba en pagar al maestro el dinero que no tenían. Recuerdo que un año fue a pedirle a una de sus hermanas que le prestara mil pesetas para poder comprarnos los libros de tercero o cuarto de Bachillerato. Fue la única vez en toda su vida que la vi pedir dinero prestado. Nunca salió de Buenasbodas, su pueblo, aunque vivió quince años en Benidorm. Siempre estuvo allí de paso, con sus animales en la terraza del apartamento, sus viajes anuales al pueblo y su esperanza de volver cuanto antes a su tierra.
Mi madre, que nunca fue a la escuela, proyectó en sus hijas, más que en su hijo, su ambición de ascenso social y de superación intelectual. Siempre fue ella, y no mi padre, la que tomaba las decisiones, la más fuerte de la pareja, la que soportaría la muerte del otro. Y lo soportó mal, muy mal. Cuando mi padre murió, hace once años, se dio de baja de la Asociación de mujeres del pueblo, con las que se reunía y viajaba; de la Asociación de jubilados con los que participaba en bailes y concursos. Y se recluyó en su casa.
Quizás ahora a la vejez sí se ha acabado pareciendo a las otras madres, en ese olvidarse cada vez más de las hijas que ya envejecen, en ese volverse cada vez más importante para sí misma. Ya no va al cementerio a visitar la tumba de mi padre, como hizo a diario durante años y cualquier papeleo le quita el sueño. Pasa horas con la tablet leyendo los libros que le descarga mi hermana Nieves, o haciendo sudokus, o jugando al Candy Crush. Y como en la Casa tomada de Cortázar, va abandonando poco a poco los espacios de la casa que habita. Y en invierno apenas sale de su habitación. Ya no sube a la planta de arriba que para ella no existe desde hace años. Sale al corral a atender a sus gallinas, con los gatos corriendo tras de ella y creo que a veces envidia a esas vecinas que nunca animaron a sus hijas a estudiar y siguen viviendo en el pueblo junto a ellas.




lunes, marzo 27, 2017




Benidorm es una ciudad que no se avergüenza, no se avergonzaba cuando era un pueblo pequeño y sigue sin avergonzarse ahora que es una de las ciudades más grandes de las costa mediterránea. Está acostumbrada a sentir el menosprecio de los que nunca pusieron un pie en sus calles ni piensan hacerlo, de los que se sienten superiores al hablar de ella con desdén, esos que no saben de su luz y de los efectos que esa luz tiene en los estados de ánimo. En las grandes ciudades se toma Prozac para poder seguir viviendo, pero en Benidorm no es necesario: sus trescientos días de sol son el mejor antidepresivo.
En realidad, es más un pueblo que una ciudad, y los que viven en ella de toda la vida lo sienten así. Tiene sus fiestas patronales, sus fallas, sus moros y cristianos, sus procesiones de Semana Santa. Los que la habitan desde siempre van a comer paella donde Manolo o a tomar el aperitivo donde Enrique, ese bar junto a la iglesia, con buena música y unas vistas inmejorables, que no aparece en ninguna guía ni falta que le hace. O van el sábado a comer cuscús al restaurante del camping El Racó y en la sobremesa buscan en el horizonte al Puig Campana.
En Benidorm los rascacielos parece que nacieran de la tierra, impulsados por una fuerza invisible. Apenas se ven obras, ni grúas, y de pronto, de un día para otro, aparece un nuevo edificio estrecho y puntiagudo que se eleva hacia el cielo. Pero la gente del pueblo no les presta mucha atención, no suelen mirar hacia arriba, a esa ciudad que no conocen porque es la de los turistas, Las nuevas construcciones surgen como el enigmático monolíto de la película de Kubrick, al que la silueta del Intempo recuerda al anochecer. Es tan imponentemente alto que sus dos torres paralelas unidas por un cono invertido de tonos dorados, casi da miedo. Representa, como ningún otro, la burbuja inmobiliaria. Se alza frío y vacío, jamás acabado, esperando a un comprador que lo concluya y abra sus puertas.
Fue la primera ciudad en la que viví, con poco más de dieciséis años, y desde el primer momento me cautivó. Antes había pasado dos cursos en Talavera de la Reina, que para mí siempre fue un poblacho grande, lleno de pretensiones, provinciano y clasista. Benidorm era otra cosa, tenía mar y aunque entonces solo había un edificio alto, la torre Coblanca, ya se le veían maneras cosmopolitas, todo estaba plagado de rótulos en inglés y nadie se volvía a mirarte por la calle llevaras lo que llevaras puesto.
Cientos de miles de personas pasan por ella cada año, pero es difícil encontrar en España un lugar con tanta pulcritud en sus calles. Benidorm es una ciudad obsesionada por la limpieza, El paseo marítimo se abrillanta como si fuera el hall de un hotel neoyorquino y no hay chicles pegados y ennegrecidos en las aceras como ocurre en las calles madrileñas. Las papeleras se vacían tan a menudo que no da tiempo a que se desborden y difícilmente encontrarás una botella de plástico en el borde del mar ni una colilla enterrada en la arena. La arena de la playa se filtra todas las madrugadas mientras los buscadores de oro -cadenas, sortijas, pendientes- se afanan con sus detectores de metales esperando ese pitido que les avise del hallazgo. Antes de que salga el sol y aparezca el primer bañista la arena está impoluta, limpia de desperdicios. Y de objetos de valor.
Lo que si hay, en invierno, son muchos abuelos. No son personas de la "tercera edad" como quieren hacerles creer eufemísticamente. Son "abuelos", una palabra de mayor dignidad. Se reúnen en el parque de Elche, que ellos han rebautizado como el parque de las palomas, justo al principio de la playa de Poniente. Pasan allí la mañana, mirando a la gente. Visten de oscuro, con una formal seriedad, como cuando van de viaje, porque quizás no sepan que en Benidorm siempre es verano. O simplemente les haya dado pereza echar en la maleta ropa más acorde. También es posible que se les olvide de un año al siguiente los veinte grados de enero y que no tengan a nadie que se lo recuerde. No se acercan al borde del mar porque no llevan chanclas. Seguro que se consuelan pensando que el agua está fría y la arena se quedará pegada a todas partes y no habrá quien se libre de ella.
Miran. Miran con curiosidad a los que bajan a la playa a hacer gimnasia con la monitora del ayuntamiento o a los que cantan en el coro, y si alguien les hace un gesto de que se animen, se encogen como si no quisieran ser vistos, como si su única función allí fuera la de mirar pero no la de ser mirados.




sábado, febrero 25, 2017




La pelirroja

Hay algunas personas que son insustituibles. No estoy hablando de esas personas tan cercanas a mí que son como una prolongación: mi consorte o mi hijo, por ejemplo. Hablo de esas relaciones que parecen pequeñas mientras las vives pero que cuando te faltan dejan un vacío que nadie puede ocupar. A mí me ha pasado con Sonia.
Lo primero que tengo que decir de ella es que es muy guapa. Tiene unos ojos preciosos, una bonita figura y una viveza rara y poco común. Es muy lanzada y hay veces que parece que se va a comer el mundo, pero en otras es puro sentimiento y parece que el mundo se la va a comer a ella. Es ingenua, atrevida, cariñosa, divertida, alegre y, sobre todo, es muy gansa. Muy, muy gansa.
Después de dos años y medio o tres de su marcha me pregunto por qué la echo tanto de menos.
Quizás la extrañe porque nunca nadie me ha vuelto a decir "Te quiero tanto, amiga" como ella me lo decía tan a menudo, o porque desde que se fue ya no tengo amigas que tengan tatuajes discretos aquí o allá, ni mucho menos que se hayan tatuado el nombre de su abuela en el cuello.
Quizás la razón sea que echo de menos el color rojo de su pelo. Sonrío cuando recuerdo que un día alguien le preguntó que si el color era suyo, y ella le contestó que por supuesto. Y como el chaval se disculpara diciendo que él creía que todas las pelirrojas tenían pecas, mi amiga le soltó: "Tú no tienes mucho mundo, ¿eh?". Y luego se partía de risa contandómelo y apostillando que tampoco ella tenía mucho mundo, pero calle sí, calle tenía mucha.
Quizás no la he olvidado porque cuando se fue, primero a Ibiza y después a Miami, me dejó muchas cosas suyas: una camiseta gris con una cadenita en el cuello que yo nunca me hubiera comprado pero que me pongo siempre que tengo un taller; un abrigo de mezclilla beige y marrón que según mi consorte es el que mejor me queda de todos los que tengo; unas mallas negras que me sientan como un guante y un paraguas de estampado atigrado, que nunca uso porque no quiero perderlo, pero que está muy presente en el hall de mi casa junto a otros más anodinos.
O quizás porque desde que Trump es presidente temo que pueda tener problemas al estar sin papeles. Aunque es posible que lo resuelva pronto si consigue encontrar alguien con quien casarse por conveniencia, ella que siempre quiso casarse por amor.
Me gustaba pasear por el centro de Madrid con Sonia los días que hacía sol porque siempre llevaba una sombrilla para protegerse la cara e íbamos dando el cante allá por donde pasábamos.
Tampoco la he olvidado porque no he vuelto a encontrar a nadie que después de comer en mi casa se tumbe en uno de los sofás y se quede dormida la siesta. No necesitaba decirle que se pusiera cómoda, que se descalzara, ella y yo sabíamos que estaba en su casa. Al despertarnos bajábamos a la piscina y en la misma tarde se hacía amiga del socorrista brasileño, de dos gemelos de solo dos años y de una vecina ya mayor a la que desde el agua le decía que era muy guapa. Así se las gastaba ella.
Desde que se fue ya no tengo a quién preguntar si un chico es gay o no: cuando alguien tenía dudas yo le prometía consultarle a mi amiga Sonia que en eso era infalible. No falló ni una sola vez.
Con quien si falló a veces fue con sus novios, algo que a mí siempre me sorprendió y que dejaba en muy mal lugar al género masculino. Como no podía olvidar a uno de ellos pidió ayuda a una terapeuta quien le aconsejó comprar varios metros de cadena en una ferretería. Debía llevar la cadena en el bolso durante varios días y luego enterrarla en un lugar concreto siguiendo un ritual. Al novio no sé si lo olvidó pero el bolso casi se lo destroza por cargar con ese lastre.





viernes, enero 27, 2017




De todas las historias que me han contado a lo largo de mi vida esta es, probablemente, la que más me ha sobrecogido. Me la contó una desconocida en un viaje en autobús de Madrid a Alicante. Por entonces yo aún no había cumplido los treinta y ella no creo que llegara a los cuarenta, pero lo que me narró lo había vivido con treinta y cuatro años. No recuerdo cómo llegamos hasta ese punto, empezamos a hablar al salir de Madrid y charlamos de tonterías hasta que le pregunté si tenía pareja y me contestó que sí, desde hacía bastantes años, y que había pasado por todas las etapas, me dijo. Hemos vivido cosas muy curiosas me confesó, y yo la alenté a que me contara alguna de ellas. La que ella quisiera pero con detalle. Siempre me ha gustado que me cuenten historias, me gusta saber cómo viven los demás sus vidas, de la misma forma que me gusta leer libros de memorias. No la interrumpí en ningún momento, ni siquiera cuando de pronto guardaba silencio y parecía que no iba a continuar, volvía la vista hacia la ventanilla y se olvidaba de que yo estaba allí y luego de repente continuaba.

Esto fue lo que me contó.

"Llevábamos juntos algo más de seis años y, aunque cada uno seguía viviendo en su casa, nos veíamos casi a diario y yo me iba a su casa a dormir muy a menudo. Ese verano habíamos viajado con el dos caballos por Asturias y Galicia, yendo por la costa de pueblo en pueblo, decidiendo cada día dónde dormir y sin destino aparente. Nuestra relación seguía siendo muy sartreana, nosotros éramos los necesarios pero a veces aparecía algún contingente. Al principio los contingentes siempre habían sido femeninos, yo no tenía ningún interés en vivir contingencias, pero en los últimos años tuve dos breves historias que me hicieron ver, sobre todo la segunda, lo atractivo que puede llegar a ser tener dos relaciones simultáneas.
En octubre empecé a leer las páginas de contactos de una revista literaria y me entraron deseos de poner un anuncio, me atraía la posibilidad de mantener correspondencia con desconocidos. Contraté un apartado de correos, redacté un anuncio del que solo recuerdo que decía que estaba interesada en la seducción intelectual y lo remití a la revista. Al día siguiente se lo conté a mi pareja, al principio se mostró sorprendido pero le tranquilicé diciéndole que le leería todas las cartas interesantes que recibiera.
A la semana de salir el anuncio fui al apartado y recogí más de una veintena de cartas. Una de ellas llamó poderosamente mi atención. La leí tantas veces que me la aprendí de memoria. Decía lo siguiente:

No he podido resistir la tentación. Siempre he deseado ser seducido, observar las maniobras que se despliegan frente a mí en ese asedio sutil e incruento que es la seducción, y premiar con mi rendición una estrategia acertada.
Te voy a contar algo de mí: soy sociólogo, 33 años, 175, delgado y con bastante aceptación. Trabajo en el Ministerio de Sanidad.
No te voy a dar muchas pistas acerca de las imágenes que me turban, es tu labor descubrirlas; pero si mi carta te despierta el instinto depredador, podrías empezar por contestarme describiéndote; doy por hecho que tienes las cualidades obvias, pero a mí me interesan las otras, las más oscuras. Por ejemplo, qué piensas cuando te vistes para una cita, al ajustarte las medias delante del espejo, al abotonarte la blusa, al pintarte los labios. ¿Piensas en la mirada que te recorrerá, en lo que dejarás ver y en lo que ocultarás? No tengo demasiado urgencia por quedar contigo, prefiero esperar tu respuesta y que el deseo surja de las imágenes que crees.
Creo que debo decirte que tengo pareja desde hace tiempo. Confío en que no te importe, porque presumo y deseo que no sea ese el territorio de juego. De momento, por razones que comprenderás no puedo darte dirección o teléfono. Puedes escribirme a este apartado de correos.
Un beso,

Quería contestarle cuanto antes así que fui a mi caja de postales, elegí una reproducción de un cuadro de Nicolas de Staël y escribí en el dorso lo siguiente:

Esta no es la respuesta que esperas, lo sé. Te prometo una carta larga y sugerente.
Pero quería decirte, sin más dilaciones, que me ha encantado tu carta. Es, increíblemente, la carta que yo me hubiera escrito: el mismo tono, el mismo lenguaje, las mismas imágenes... También yo tengo pareja estable desde hace años, una excelente relación, por otra parte.
La referencia del apartado me parece perfecta, no necesitabas disculparte. Adoro las demoras.
Besos,

Por la noche mientras cenábamos en un restaurante le hablé a mi pareja de las cartas que había recibido y sobre todo de la que tanta impresión me había causado. No se me iba de la cabeza, procuraba contenerme para no resultar pesada ni parecer excesivamente interesada pero no podía disimularlo: esa carta había llegado en el momento preciso y no paraba de hacer conjeturas sobre el remitente.
Dos días después escribí la larga carta prometida y me dispuse a esperar su respuesta. Iba casi a diario a la oficina de correos y aunque siempre había alguna carta, de los rezagados que habían leído mi anuncio tarde, ninguna era la que yo esperaba.
En mi casa a menudo leía de nuevo su carta, y también mis respuestas, tenía copia porque siempre paso las cartas a limpio, preguntándome el porqué de su silencio. No lo podía entender, habían pasado casi dos semanas y seguía sin recibir noticias.
El fin de semana siguiente lo pasé en casa de mi pareja y como siempre hacía me preguntó si había recibido más cartas, si había recibido respuesta de aquel tipo tan interesante. Le dije que sí que seguía recibiendo cartas de vez en cuando pero que la que yo esperaba nunca llegaba. Entonces se acercó a mí y me dijo que dejara de esperar, que nunca recibiría esa carta porque todo lo que tuviera que decirme prefería decírmelo de viva voz, la carta la había escrito él. No me lo podía creer, no me lo quería creer, pensaba que me estaba tomando el pelo y no me convencí hasta que sacó de su cartera un recibo del apartado de correos que había contratado para escribirme.
No suelo llorar con facilidad pero en ese momento sentí que algo se rompía dentro de mí y empecé a llorar con ganas, con ruido, mientras le recriminaba su actitud, nunca le podría perdonar que me hubiera desilusionado de esa forma. El intentaba consolarme diciéndome que lo viera de otra manera, diciéndome que no necesitaba seducirle, que le tenía ya seducido, pero yo seguía llorando y entre hipos levanté dos dedos de una mano y le dije que sí, pero que yo quería dos."

El autobús había dejado Elda atrás y la desconocida se volvió hacia mí: tenía los ojos brillantes y me sonreía. Los kilómetros restantes los hicimos en silencio. En Alicante nos dijimos un tímido adiós y me di cuenta de que no sabía ni siquiera su nombre. Me dije que si alguna vez volvíamos a encontrarnos se lo preguntaría.




lunes, enero 16, 2017




A primeros de febrero mi hermana y yo aterrizamos en Madrid. Nada más bajarnos del autobús dejamos las maletas en la consigna de la estación y nos compramos el diario Ya. Había salido el sol pero el frío que hacía me trajo a la memoria los largos inviernos de Buenasbodas y me hizo añorar los cálidos inviernos de Benidorm y, sobre todo, esa luz que cuarenta años después aún sigo echando de menos. Las manos se me quedaban frías y la chaqueta que llevaba, que para Benidorm era suficiente, se quedaba corta para los rigores de Madrid. Nos sentamos en un banco del paseo de la Florida y marcamos todos los anuncios de trabajo doméstico en los que necesitaran una persona interna. Cada tanto íbamos a una cabina telefónica cercana y llamábamos preguntando por las condiciones de la oferta de trabajo y exponiendo las nuestras: necesitábamos la tardes o las mañanas libres para seguir estudiando. Esto último desconcertaba a la mayoría de las señoras: la libranza era la tarde del jueves y del domingo, nos decían, y lo que nosotros planteábamos no les cuadraba.
A mediodía empezamos a desesperarnos. No era tan fácil conseguir un trabajo con tanta urgencia y temimos gastarnos las doscientas pesetas que habíamos traído en pagar una pensión para pasar la noche. Además, ya habíamos ido varias veces del banco a la cabina y los hombres de un bar cercano nos hacían señas y nos miraban, y a nosotras eso nos violentaba. De repente me parecíó que no sólo esos hombres, sino todo el mundo que pasaba por la calle nos miraba. Creí que se notaba demasiado que no éramos de Madrid, que éramos unas recién llegadas, unas extrañas vulnerables y fuera de sitio. Un blanco fácil.Yo miraba a las chicas jóvenes que pasaban por delante de nosotros y quería ser como ellas: quería tener prisa, quería tener un sitio a donde ir, quería ser normal y dejar de una vez ese banco frío que se había convertido en nuestra primera residencia en Madrid. Lo que nunca se me pasó por la cabeza fue renegar de haber emprendido ese viaje y mucho menos responsabilizar a mi madre o a mi hermana por embarcarme en ello.
A primera hora de la tarde conseguimos una cita y esa misma noche empezamos a trabajar. Nos cogieron a las dos. Era un matrimonio con cuatro hijos varones. Vivían en un piso enorme en la calle Diego de León a dos pasos de donde dos años antes habían asesinado a Carrero Blanco. Era una casa muy tradicional: a la señora se le llamaba señora, al señor de don. A los cuatro hijos, de entre nueve y quince años, los llamábamos por sus nombres de pila. Mi hermana y yo nos ocupábamos de la limpieza y de los niños y la señora cocinaba para todos. Era una mujer seca y antipática que nos anotaba detallada y minuciosamente las tareas que teníamos que hacer al día siguiente, qué recipientes utilizar, qué cantidad de limpiador echar y cuántas pasadas había que dar. Era una relación casi exclusivamente epistolar, rara vez nos decía algo de viva voz, todo se resolvía por escrito. Estaba más interesada en las cuestiones domésticas que en sus cuatro hijos y ellos mostraban cierto desapego hacia ella. A los pocos días ya nos habían puesto al tanto de que su padre tenía una amante, cuestión que parecía no importarles en exceso. El trato con los niños fue estupendo desde el principio y aún hoy en día recuerdo a los Cansino con mucho cariño.
Sin embargo, vivir en una casa ajena era lo que peor llevaba. Había pasado los dos últimos años en un hotel y podría pensarse que estaba acostumbrada a vivir en sitios ajenos, pero la vida en el hotel era como estar en familia, de hecho así se llamaba a toda la gente que trabajaba allí: la familia, y se hablaba del comedor de la familia y de las habitaciones de la familia. Ahora todo era muy distinto. La única familia aquí eran ellos seis. Nosotras éramos un apéndice útil pero incómodo. Tenía la sensación de trabajar durante todo el día y toda la noche, me sentía siempre expuesta, no tenía intimidad alguna y estaba rodeada de objetos que me eran extraños: nada me pertenecía, ni las sábanas en las que dormía ni el uniforme que vestía, ni mucho menos el vaso que accidentalmente rompía. Cuando años después he oído a alguien decir que lo peor de que se caiga algo y se rompa es que luego hay que recoger los añicos, siempre me he quedado con las ganas de decir que no, que lo peor es tener que dar cuenta a alguien de que ese vaso se ha roto. Y soportar su mirada.